lunes, 21 de diciembre de 2015

El triunfo en la Roma republicana

El triunfo era una ceremonia festiva y religiosa que servía también como una excelente propaganda política. El triunfo celebraba una victoria militar contra un enemigo extranjero con un espectacular desfile, encumbrando al general victorioso, el imperator. Era tan espectacular que cuando se celebraba uno media Italia se encontraba en Roma para poder presenciarlo, además no se podía disfrutar de este espectáculo normalmente, pues las condiciones para poder celebrarlo eran bastante restrictivas.

Era el general el que tenía que transmitir al Senado una petición de triunfo después de una gran victoria militar contra un enemigo extranjero y ser aclamado “imperator” por las tropas. Que el enemigo sobre el que se lograra una gran victoria fuese extranjero no aseguraba que el Senado concediese el triunfo, pues además de extranjeros debían ser enemigos dignos. A las victorias sobre enemigos que eran considerados indignos, como los esclavos o los piratas, se les concedía una “ovatio”, una celebración menor, en lugar del triunfo. Así, por ejemplo, a Marco Licinio Carso tras derrotar al ejército de esclavos a las órdenes de Espartaco en 71 .C., solo se le concedió la ovación, a pesar de que la revuelta de esclavos había supuesto un gran peligro para Roma. Otro requisito para poder celebrar un triunfo era que el general victorioso tuviese el cargo de pretor o de cónsul, las magistraturas más altas, aunque más tarde también podían celebrarlo los generales que tuvieran un imperium de propretor o de procónsul. Aunque a finales de la época republicana estos requisitos se podían obviar, como en el primer triunfo que celebró Pompeyo Magno sin haber sido siquiera pretor.  Si se cumplían todas las condiciones y el Senado se veía obligado a conceder la celebración de un triunfo, aún podían evitarlo retrasando su celebración y dejar al general con su ejército victorioso esperando a las puertas de Roma indefinidamente. El general no podía entrar en el pomerium, el límite sagrado de la ciudad delimitado por las murallas servianas, pues si lo hacía perdería su imperium. Esta estrategia de retrasar el triunfo fue utilizada contra Julio César tras regresar de la Hispania Ulterior en 60 a.C. para evitar que entrase en la ciudad y se presentase a las elecciones a cónsul del año siguiente, pero César prefirió el consulado a celebrar su triunfo y entró en la ciudad perdiendo su imperium.

El triunfo comenzaba en el Campo de Marte, al norte de la ciudad, daba una vuelta al circo Faliminio y entraba en la ciudad por la puerta Triunphalis, una puerta que solo se atravesaba en los triunfos. Tras atravesar esta puerta, la procesión se dirigía al Foro Boario por el barrio del Velabro y, tras atravesar este Foro, entraba en el Circo Máximo con sus gradas abarrotadas de gente y atravesándolo para luego girar a la izquierda y ascender por la Via Triunphalis, que ascendía por el valle entre el monte Palatino y el Celio. Al llegar a la Vía Sacra se giraba nuevamente a la izquierda para entrar en el Foro y ascender al capitolio donde estaba el templo de Júpiter Óptimo Máximo en el que acababa el triunfo con el sacrificio de dos grandes bueyes blancos al pie de la escalinata del templo. Los bueyes llevaban los cuernos dorados e iban adornados con guirnaldas y flores.

Los magistrados electos y los senadores abrían la comitiva a pie vestidos con sus características togas color crema claro y una banda de color púrpura en el hombro derecho de la túnica. Nunca podía participar en un triunfo senadores con un cargo superior al del triunfador para no eclipsar al triunfador. Así por ejemplo, si el triunfador había logrado su victoria desempeñando el cargo de pretor, los cónsules de aquel año no podían participar en el triunfo. Tras ellos iban músicos tocando sus trompetas sin parar. A continuación venían carros tirados por bueyes con el botín, de manera que los espectadores pudiesen admirarlo. Cuanto más grande y valioso fuese el botín más fama ganaba el general, pues todo aquello iba a parar al Tesoro de Roma (previo pago de la parte de las legiones y el general claro). El botín podía ser desde cualquier objeto de oro hasta esclavos, pasando por bellas armaduras enemigas o estandartes. Con el botín también venían  grandes carros con plataformas sobre los cuales multitud de actores representaban las escenas más características de la campaña. Después desfilaban las víctimas del sacrificio a Júpiter Óptimo Máximo, la ya citada pareja de bueyes blancos, y los sacerdotes. Tras ellos venía la mejor parte para la plebe, los prisioneros más ilustres vestidos con sus mejores galas. A la plebe siempre le encantaba ver a grandes caudillos y reyes que habían desafiado a Roma desfilar derrotados hacia el sacrificio por las calles de la ciudad. Y es que los jefes y reyes capturados eran ejecutados mediante la estrangulación en el Tullianum a donde eran llevados antes de que la procesión ascendiera al Capitolio. Los prisioneros que no tuvieran rango de rey, caudillo o jefe de importantes huestes eran perdonados y podían regresar a sus hogares.
Después de los prisioneros desfilaba el imperator montado en una cuadriga ataviado con una toga y una túnica púrpura bordada en oro (jamás iba ataviado con vestiduras militares como se representa en algunas películas o ilustraciones). El triunfador también lucía una corona de laurel, portaba un cetro coronado por un águila de oro y llevaba la cara y las manos pintadas de rojo a imitación de Júpiter, pero, para bajarle los humos, un esclavo que acompañaba al triunfador no paraba de susurrarle la siguiente frase: 

Respice post te. Hominem te memento

O lo que es lo mismo, mira atrás, recuerda que eres mortal (y no un dios).

Por último, después del triunfador venían las legiones. No todos los soldados que habían participado desfilaban, sino solo una representación de cada legión. Desfilaban desarmados, pues nadie, a excepción del dictador y su maestro del caballo si los hubiera, pueden entrar en el pomerium armados y con hojas de laurel adornando sus estandartes.

El triunfo terminaba cuando el triunfador llegaba al templo de Júpiter Óptimo Máximo, donde se hacían ofrendas, se colocaba la corona de laurel en la cabeza de la estatua del dios y se celebraba un banquete en el templo. Pero no acababan aquí el espectáculo, pues era habitual que se celebrasen juegos de gladiadores, carreras y representaciones teatrales para celebrar la victoria.

A finales de la República, el triunfo se había convertido en un instrumento más de propaganda y por eso los triunfadores se afanaban en celebrar un triunfo lo más espectacular posible, para que esos momentos quedasen grabados en la retina de los votantes. Uno de los triunfos más espectaculares fue el de Pompeyo Magno en el 61 a.C. por su campaña contra Mitrídates el Grande que duró dos días. 
Los triunfos de César en cambio (46 a.C.) duraron un día, pero celebró cuatro seguidos, algo inaudito: uno por las Galias, que fue el más espectacular; otro por la guerra de Alejandría, en la cual aupó al poder a su amante, Cleopatra; otro por su breve campaña contra Farnaces del Ponto; y por último otro por su victoria en África contra el rey Juba de Numidia, aunque en realidad fue contra los pompeyanos. Dio espectáculos como los ya citados y además repartió dinero para todos los ciudadanos, celebró banquetes por toda la ciudad y organizó una naumaquia, una representación de una batalla naval, desviando el Tiber y creando así un lago artificial.

Este espectáculo tan característico de la Roma Antigua puede verse reflejado en ciertas costumbres de la actualidad. Por ejemplo, cuando un equipo de fútbol gana una competición desfilan por su ciudad rodeados de enfervorizados aficionados y más tarde visitan a las autoridades y hacen ofrendas religiosas.

Artículo realizado por Jorge Menéndez Caunedo para Yo Elijo Latín.

1 comentario:

  1. Muy buen artículo y afortunada comparación con las celebraciones de los equipos de fútbol. Sería bueno que, como a los generales romanos, alguien les recordara que son mortales

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